Sobre el colegio: espacios.

El colegio nunca ha sido santo de mi devoción, pero tengo que decir que echando la vista atrás, con toda la información que tengo ahora, tuve bastante suerte en mi paso por él.

Hoy quiero escribir sobre mis recuerdos en algunos espacios concretos de los colegios a los que fui (4 en total):

COMEDOR
¡Qué horror de sitio! 
Esos olores a comida, a humanidad y a cochinadas varias. 
La cola para entrar era una tortura. Tanto por la espera en sí, como por tener que ver cómo se colaban algunos niños; o recibir empujones de otros que estaban jugando. 
También era agobiante el no tener un sitio fijo donde sentarme.
Lo peor: aún ahora me vienen escalofríos cada vez que recuerdo esas bandejas metálicas en las que nos servían la comida. El ruido insufrible de los cubiertos, también metálicos, al rozar con la bandeja… ¡Arjjj! 
Hasta las jarras eran metálicas y el agua me sabía a metal (a parte de lo mala que es la del grifo en Barcelona). 
Y el ruido con ese escándalo no sólo de voces sino también de niños masticando. Eso último me supera. 

PASILLOS
Otro sitio de esos poco agradables en los que reinaba el caos y, sobre todo, los ruidos y las aglomeraciones (¡horror!). 
Además, allí es donde solía encontrarme con niños de otras clases o cursos, y eso siempre me había parecido muy “intimidante”. Una invasión de mi zona de confort en toda regla.  

AULA
Dentro del aula prefería estar siempre cerca de la puerta o, por lo menos, de la ventana. Pero preferiblemente hubiera elegido la puerta. Obviamente nunca manifesté esas preferencias. Era una niña silenciosa y complaciente. 
No podía con el ruido de la tiza con la pizarra, ni las sillas al moverse. Me tapaba os oídos disimuladamente.
Igualmente, me sentía sobrepasada cuando nos obligaban a estar en silencio, porque escuchaba mil sonidos casi imperceptibles para los demás pero agobiantes para mí. Hablaré en otra ocasión del “silencio acompañado”. 

EN CLASE
Me horrorizaba tanto el pensar que me podían hacer hablar en clase, o salir a la pizarra o, incluso, leer; que estaba más pendiente de la propia angustia por saber qué tendría planificado la profesora para ese día, que de la propia actividad que estábamos haciendo en ese momento.
Vivía en la continua anticipación de la catástrofe y estando en alerta durante todo el día.
Creo que no sabía pedir ayuda a mis profesores… No recuerdo haberlo hecho nunca. Además, siempre necesitaba su aprobación pero, a su vez, no era capaz de mostrar lo que fuera que yo quería mostrar. ¿Resultado? Frustración asegurada.

PATIO
En resumen: me gustaba estar boca abajo haciendo el pino en la pared.
No me gustaban los deportes de equipo: por torpe y por resultarme muy estresantes. Y… reconozco que soy terriblemente competitiva y seguro que terminaría enfadada (ojo, enfadada por dentro).
Jugar a cosas tipo el “pillapilla” me daba ansiedad. Sobre todo si me tocaba “pillar” a mí. No por el hecho de ser la “perdedora” sino por el hecho de ser tan protagonista.
Me gustaba jugar a cosas como a intercambiar cromos o saltar a la comba. 

Y hasta aquí algo más sobre mi infancia y el colegio.

Sobre el colegio: espacios

Final de la adolescencia: la universidad

Tras 3 cambios de colegio y mucho esfuerzo llegó el final de la adolescencia y, con ella, la universidad.
Como he comentado en varias ocasiones, nunca he sido una gran estudiante y esto no cambió en esta nueva etapa. 

Al terminar lo que entonces era COU (¡qué mayorcita me siento cuando digo estas cosas!), no tenía nada claro lo que quería estudiar. Tanteaba entre ADE y Derecho supongo porque era lo que haría la mayoría y, obviamente, era donde mejor iba a pasar desapercibida, ¿no?
De hecho yo no quería estudiar, yo quería aprender. Porque a mí lo que me gusta es aprender. Y si puede ser por mi cuenta, mejor. 

Si me preguntaban lo que quería estudiar, yo decía: idiomas. Me imaginaba una vida muy feliz aprendiendo idiomas y haciendo voluntariados. El detalle de tener que ganar dinero se me debió pasar por alto en ese momento. 
Paréntesis: qué pena que no me diera cuenta de lo feliz que me hacía ser voluntaria y que podría haber estudiado algo relacionado con eso. 

Como tenía que estudiar una carrera sí o sí, porque sí, sin opción, porque es lo que tocaba… Y como mis notas eran bastante justitas, entré a Filología Alemana en la Universitat de Barcelona. Sin saber alemán, ¡pero me parecía un idioma tan divertido! (cada una se divierte con lo que quiere).
Hice un cursillo intensivo en verano y empecé la universidad. Clases en alemán sin enterarme de la mitad y aulas llenas de gente.
Dejé la carrera en el segundo curso. Lo que más me ahogaba era estar con tanta gente en una clase. La parte de no entender el idioma seguía siendo divertida y cada día entendía algo más. Me chiflan los retos, así que estaba encantada en ese sentido.

Como parece que seguía teniendo esa obligación vital (con consecuencias peores que romper una cadena de esas que te mandaban por correo) de tener que estudiar una carrera, decidí que quería entrar a Traducción e Interpretación. Así podía seguir con ese idioma tanto me gustaba, con esa melodía que me enamora (no es ironía, lo digo en serio, me encanta cómo suena el Deutsch). 

Me dijeron que necesitaba un nivel muy alto para las pruebas de acceso. Así que sin dudarlo, con mis 19 añitos me compré un billete de avión para ir a Bonn a aprender alemán. Elegí el destino en la agencia de viajes, literalmente a dedo y a una distancia prudencial de donde vivía mi prima. 
Yo soy mi madre y muero del susto si me aparece la “niña” con un billete de ida diciendo “me voy a Alemania a aprender alemán”. 

Estuve unos 6 meses en Bonn, donde estudié en una escuela pública de alemán para inmigrantes (conocí a personas extraordinarias con grandes historias a sus espaldas) mientras fregaba platos en una Pizza Hut (lo prefería a estar cara al público, qué raro, ¿verdad? Esto último sí que es ironía).
Al volver hice las pruebas de acceso y entré en la Universitat Autònoma de Barcelona.  

Duré otros dos años en la carrera de Traducción e Interpretación (de Alemán e inglés al Castellano y al Catalán), con Erasmus incluido 1 año en Berlín, donde por primera vez saqué buenas notas. En la Humboldt Universität funcionaba por proyectos y eran grupos muy reducidos… ¿Será eso lo que yo necesitaba?

Empecé las prácticas en una empresa. Meses después me contrataron y ya no seguí estudiando, por los motivos de siempre (desmotivación, angustias, etc).

Lo mejor que me llevé de esta segunda experiencia fueron algunos amigos que a día de hoy siguen formando parte de mi vida aunque pasen años sin vernos… incluso 20 años.  Lo pasamos realmente bien y podía ser todo lo excéntrica o “payasa” que quisiera, porque todos lo éramos bastante.

Resumen: Dos carreras sin terminar. Nunca me he sentido culpable ni menos profesional por ello. Aunque sí me he sentido muy juzgada y mal valorada, en mi entorno, por no tener una carrera, por ser una mala estudiante o por vaga. Me he sentido (o me han hecho sentir) menos válida por el hecho de no tener un “título” que parece que, a ojos de muchas personas, tiene superpoderes para darte más y mejores capacidades (ironía de nuevo). 
A mis 40 años creo que he conseguido sacarme esa losa de encima. Pesaba bastante. 

Hasta aquí mis recuerdos de una chica neurodivergente en la universidad.

Una vez más, quiero agradecer mucho a los que han valorado mis capacidades sin etiquetar y que, gracias a ellos y a mucho esfuerzo, he ido logrando lo que me he propuesto.

universitaria neurodivergente