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No hace mucho, hablé sobre mi desesperación de esperar en cualquiera de sus formas. Y hoy quiero hablar sobre mi experiencia desde que pido hora para ir al médico hasta que entro a la consulta. 

En este caso, imaginaremos que voy a un médico nuevo, para consultar sobre una “dolencia nueva”. 

Tras días, semanas o meses intentando decidir a qué médico acudir, por fin tomo la decisión.
Entonces,  vuelven a pasar días, semanas o meses al postergar mil veces la llamada para pedir cita. El hecho de que ahora se pueda pedir por web, me facilita mucho este paso. 

Llega el día de mi cita con el médico y como en toda interacción social, los días previos
– Investigo cómo es el sitio y el médico (CV y fotos). No he investigado a todo el personal del centro porque me faltan datos; de lo contrario, no dudéis de que lo habría hecho.
– Planifico cómo ir hasta allí (ruta e imágenes de la zona) y calculo la concurrencia de personas que pueden haber a la hora que me ha tocado. Intento elegir horas de baja afluencia, pero no siempre lo consigo.
– Preparo la documentación que tengo que llevar y que, casi seguro, el día en cuestión se me olvidará en casa.
– Ensayo lo que quiero decir y preparo las posibles respuestas que calculo que me pueden dar. Incluso me mentalizo por si me toca uno de esos médicos a los que no les gusta darme todas las explicaciones que le pido.
– Si preveo que es un horario de mucha afluencia de personas en el transporte público, voy andando (aunque tarde 1 hora o más).
– Intento ir sobrada de tiempo (a veces me paso y llego 1 hora antes). Y, si he calculado mal al revés, llamo para avisar de que llego tarde (aunque sean 3 minutos). 

De camino, cruzo los dedos (sentido figurado) para que todo salga según mis cálculos. Cada imprevisto que pase, me irá desregulando. Por ejemplo:
– Si he decidido ir en autobús y va más lleno de lo previsto; hay personas que hablan fuerte, no cumplen las normas o huelen mal; si la temperatura es agobiante; etc. Cualquiera de estas cosas ya me pueden hacer entrar en bucle. Pero todavía estoy a tiempo de regularme antes de llegar.
– Me pone de los nervios ver que llego un poco tarde y no logro hablar con el personal del centro para avisar.
– Si he decidido ir andando y hay mucho ruido o tengo que cambiar la ruta porque hay unas obras. 

Llego al sitio y antes de entrar, mi voz interna repite sin parar “que no esté lleno de gente, porfa” y deseo con todas mis fuerzas que esté bien indicado dónde tengo que ir para no tener que preguntar a nadie. Lo ideal, para mí, es tener las mínimas interacciones.   

Entonces llega lo peor: la sala de espera. Es una de las peores torturas a las que me puedo someter en mi día a día. Y no creo que le gusten a nadie (o sí, quién sabe), pero ahora voy a enumerar algunas de las cosas que ocurren en una sala de espera:
– Que no me atiendan a mi hora. Y, sobre todo, que no quieran decirme cuánto tiempo de espera tengo.  
– Estar con personas que hablan fuerte.
– Que alguien esté haciendo ruiditos todo el rato. O viendo vídeos sin auriculares. 
– Cuando invaden mi espacio.
– Olores, luces y otros tantos estímulos. 

El problema de todas estas cosas, que a priori pueden molestar a cualquier persona, es que cada estímulo que percibo se transforma en ansiedad que puede hacerme estallar por cualquier “tontería” y cuando me toca entrar a la consulta ya no sé ni por qué iba.
Muchas veces no he sido capaz de hacer la consulta porque lo único que quiero en ese momento es salir corriendo de allí. Otras veces he hecho la consulta, pero tenía todas mis energías puestas en controlar mi ansiedad y no me he enterado de nada de lo que me han dicho.
Entonces, vuelvo a casa enfadada, frustrada y castigándome a mí misma, sin tener yo la culpa, lo sé; por no haber podido controlar mi estado de ansiedad.

En el próximo capítulo hablaré de lo que ocurre en la consulta 😉
Mientras, podéis leer el artículo sobre esperar, aquí.

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